No es que
sea mi imaginación o una repentina figuración mía, pero el costo de hacer
política es bastante elevado. Hay pesos y contrapesos que sumar antes de
intentar siquiera alzar la voz para decir: “yo quiero hacer política”. En estos
tiempos, ingresar a política es como embarcarte en un viaje por alta mar e ir
contra la marea, sabiendo que los vientos pegan duro en todas las direcciones.
La meta no solo es llegar ileso, sino también mantenerte incólume frente a una
arena política sumamente movediza.
El Perú de hoy, es un país del desengaño político. Los escándalos de
corrupción al descubierto han confirmado que las sospechas de la población eran
más que ciertas. El “todos roban” sí era una constante de la fórmula política.
Corroborarlo nos ha dejado un mal sabor difícil de pasar. Ya no nos creemos el
cuento y, por ello, el ambiente político se ha vuelto más álgido para quienes
han decidido embarcarse en este viaje.
Con justa razón, la población exige renovación política, nuevos rostros,
nuevos cuadros, representados sobre todo por jóvenes. Sin embargo, aunque nos
cueste recordarlo, en el juego político participan tanto candidatos como
quienes los elegimos. Por lo tanto, ambos jugadores deben estar a la altura de
las circunstancias, dado que la responsabilidad es compartida.
Los políticos deben hacer, por un lado, una política diferente (cuya
entraña no permita el desarrollo de la corrupción). Los ciudadanos, por otro
lado, debemos renunciar a nuestro papel de críticos indiferentes, pues este rol
no nos llevó a buen puerto. Los ciudadanos también requerimos una renovación,
pero una renovación de mentes, ya que aún seguimos cargando una gigantesca
mochila de prejuicios y arquetipos que nos predisponen a juzgar sin
reflexionar.
Para entender lo que acabo de decir, vamos a utilizar el siguiente
ejemplo. En estos días está circulando en redes un video de Julio Guzmán
Cáceres donde aparece junto a la militancia organizada del Partido Morado en la
ciudad de Trujillo, con motivo de la celebración de su cuarta cumbre nacional.
Los seudocríticos han hecho mofa de la forma cómo se dirige a la población y de
su particular estilo de relacionamiento con los militantes del partido que
preside. No les cuadra su forma de ser y lo han tildado de payaso, comparándolo
con un vendedor de redes de mercadeo, e incluso hay quienes señalan que su
estilo es una réplica del programa religioso “Pare de sufrir”.
El costo de hacer política es, justamente, eso: recibir golpes desde
distintas direcciones. Los ataques infundados siempre van a estar a la orden
del día porque los prejuicios perduran. Las ideas preconcebidas siguen rondando
entre la población. Por ejemplo, si ser político es sinónimo de seriedad (o
mejor dicho de parquedad), el video de Julio Guzmán nos demuestra que él no
encaja para nada en este perfil. Y por ende, la ola comunitaria lo desacredita
sin mayor reflexión, tan solo por inercia.
Precisamente, estas valoraciones vacías son las que debemos evitar. Los
ciudadanos responsables no podemos censurar a un político, sea cual fuera, por
su estilo de hablar o por su forma de vestir, porque esto es en lo absoluto
irrisorio. Hay que renovar nuestras mentes, ponernos los lentes de largo
alcance y vaciar esa mochila de prejuicios. La seriedad de un político solo se
mide en función de sus actos. Es ahí donde hay que enfocarnos.
En un país en el que reina la informalidad, los candidatos son, en su
mayoría, personajes improvisados y acomodadizos que aparecen en escena como
arte de magia, con el objetivo de servirse a sí mismos (y esto ya lo hemos
corroborado). Por consiguiente, es ahí donde debemos colocar nuestra mirada
para no caer en engaños ni tomar a pecho aquello que no debe pasar de una
simple risa. La comicidad está reservada para la sección de anécdotas, pero de
ningún modo puede influir en nuestras preferencias políticas.
Fernando Savater decía que no siempre nos movemos atraídos por la luz, a
veces es la sombra la que nos empuja. En este caso, la sombra de la corrupción
debe empujarnos a renovar nuestras mentes, a entender que el juego político nos
concierne de una manera responsable. No podemos seguir siendo electores
desinformados, ni dejarnos guiar como un rebaño que no piensa.
Los peruanos ya nos hemos equivocado lo suficiente como para cometer el
mismo error. El precio de hacer política en un país del desengaño es elevado
para quienes desean implantar una política diferente. Por ende, establecer
obstáculos a la renovación política y la aparición de nuevos cuadros no es
consecuente para un país que anhela el cambio. En lugar de incentivar el
involucramiento de más personas serias, estamos impidiendo que esto ocurra al
prejuzgar sin una base objetiva.
Es hora de
asumir, por tanto, que la renovación es integral y pasa por un cambio de
mentalidad de políticos como de electores, pues de no ser así el Perú
continuará siendo un derrotero de lamentos. Ya estamos avisados entonces y lo
único que nos queda es actuar. No olvidemos que la política es una lucha dual,
no es un campo monopolizado para políticos. Los ciudadanos tenemos mucho que
decir y nuestra intervención es clave. Entrar al mundo de la política no
es cosa de bromas, es la actitud más seria que asume una persona en ejercicio
de su ciudadanía.