Vecinos metiches

Resulta siempre cómodo vivir en el centro de la ciudad, sobre todo de una ciudad pequeña. En el lugar donde todo está a la mano, donde tu trabajo queda a una cuadra, donde la universidad o el colegio de tu hijo están a dos calles, donde los pubs y bares de diversión – a los que no asisto - están a unos pasos del centro; el sitio donde los amigos – que no frecuento - se reúnen.
 
En suma el lugar donde una corta caminata nocturna te muestra la metrópoli en ciernes de una ciudad otrora tranquila, hoy enrevesada en desasosiego debido a la ingente migración poblacional por ser afortunadamente-triste zona de frontera.
 
Por lo tanto toda ventaja tiene una excepción, inapelablemente.
 
Pero el peor de todos los reveses, las tragedias y las desdichas; es tener los vecinos que tengo. Y que espero muy pronto dejar de tener; no porque desaparezcan con una bomba anti-fisgones ó una plaga maligna anti-metiches que los extinguiera - no creo tener tanta suerte – sino solo porque deseo mudarme de allí. 
 
Esos vecinos que al pasar te saludan con un gesto disfuerzo, peor que el mío. Vecinos de esos que sienten ser un tribunal inquisitorio de la moral – de los dientes para afuera - señalándote con el dedo índice maliciosamente cuando en tú natural e insurrecta adolescencia tuviste el valor de hacer lo que pensabas sin temor, como por ejemplo; dejarte crecer el cabello como te dio la gana. Algo que sería castigo para sus hijos, si se atreven a contrariar el orden domestico y la obediencia. Como si del cabello dependiera comprometer tu futuro y honrar la confianza de los padres; para mí no es más que temor y desconfianza del grado de responsabilidad inculcada en los hijos por los padres, así son mis inmaculados vecinos remedos de novela vomitiva.
 
Esos vecinos que les chorrea el moco como las ganas de chismorrear en misa de domingo. Vecinas de patibulario beatonas a golpe de pecho con un hijo ex recluso como yapa, pero – eso sí - sobrecogida hasta el espanto del vecino pelucón, que de seguro “debe ser fumón” cuando a este chico modesto que conozco a la perfección, apenas y fuma una pitada esporádica de cigarrillo, que nunca compró, por mero compromiso es que sé muy bien; no le gusta.
 
Vecindad de barriada colmada de vecinas solteronas y menopáusicas al rulero, excitadas crónicas pero por el chisme vituperador del correveidile, esas son las peores; las diabólicas cruz en mano que son malas hasta cuando hacen pis. Las que tuvieron la desdicha de no tener orgasmos que hicieran funcionar su cerebro con normalidad; como habría dicho Sigmund Freud.
 
Aquellas vecinitas que forman parte de esa manga de hipócritas adictas a Magaly Tv que murmuran a la espalda y te convierten en el proscrito de la aprobación gazmoña de la vecindad solo porque no me gusta cortarme el cabello y ser una imitación – quizás mal hecha - de rockero de barriada.
 
Pero así son todas las vecindades, siempre le dirán fo al muchachito pelucón. Así es el estereotipo de esta sociedad, prejuiciosa de campeonato, metiche hasta lo impropio y cotillera hasta estrangular la lengua. Vecindad que mete baza a las mismas ignotas conversaciones de cada día: “Que mal este gobierno no aumenta el sueldo”. “Escuchaste que tal vedette está con tal pelotero”. “Que tal cantante de chicha tiene mucho dinero”. “Que la hija de la vecina está embarazada y no tiene pareja”. Y “que antes las cosas no eran así”.
 
Mis vecinos cristalinos y decentes pero con el alma más negra que la conciencia de un tatuador de esquina. Quizás en algún lapsus de esos que suelen tener comprendan que la educación forma parte de uno -  con ó sin – cabello largo. Por eso siempre saludare con ese disfuerzo quizás mal disimulado muchas veces, con esas ganas de sacarles la lengua como Bob Sponja pero que mi adulta educación sujeta, la conciencia contiene y la capacidad de temerle a la traición de mis propios modales ayuda a amansar.
 
Serán mis vecinos siempre adorables e inmaculados y en mi propio lapsus los saludare con un gesto educado y cortés, pero por dentro como siempre, en cada saludo los estaré mandando a la mismísima mierda.

La Envidia


La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.

Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía -y lo repite La Rochefoucauld- que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.
Sorprende que los psicólogos (charlatanes) la olviden en sus estudios sobre las pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de los celos. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitólogía grecolatina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exangüe, cubierta de cabeza de víboras en vez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos fatales; con una mano ase tres serpientes, y con la otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; está agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable de sí misma. 
 
Es pasión traidora y propicia a las hipocresías. Es al odio como la ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón.

Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones (Obras morales, II). Dice que a primera vista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más fuertes, como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas, si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nocivo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más a los más perversos y se envidia más a los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia alcanza a los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la hace desaparecer.
El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no ofenden la centésima para de las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva él fuego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la nieve fría: lo es naturalmente.
El odio es rectilíneo y no time la verdad: la envidia es torcida y trabaja la mentira. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de las tinieblas. El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César aniquiló a Pompeyo, sin rastrerías; Doriatello venció con su "Cristo" al de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche fulminó a Wagner, sin envidiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da a sus predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un oscuro porvenir vuelve miopes y reptiles a los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo envidiosos a pesar de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su mediocridad es un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La envidia es una defensa de las sombras contra los hombres.
Con los distingos enunciados, los clásicos aceptan el parentesco entre la envidia y el odio, sin confundir ambas pasiones. Conviene sutilizar el problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación y los celos.
La envidia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia efectiva, pero posee caracteres propios que permiten diferenciarla. Se envidia lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza; se cela lo que ya se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo.
Un ejemplo tomado en las fuentes más notorias ilustrará la cuestión. Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla o quitárnosla. Competimos sus favores en noble emulación, cuando vemos la posibilidad de conseguirlos en igualdad de condiciones con otro que a ellos aspira. La envidia nace, pues, del sentimiento de inferioridad respecto de su objeto; los celos derivan del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble afirmación de la personalidad.
Por deformación de la tendencia egoísta algunos hombres están naturalmente inclinados a envidiar a los que poseen tal superioridad por ellos anhelada en vano; la envidia es mayor cuando más imposible se considera la adquisición del bien codiciado. Es el reverso de la emulación; ésta es una fuerza propulsora y fecunda, siendo aquélla una rémora que traba y esteriliza los esfuerzos del envidioso. Bien lo comprendió Bartrina, en su admirable quintilla:

La envidia y la emulación parientes dicen que son; aunque en todo diferentes al fin también son parientes el diamante y el carbón.

La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas veces. La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manifiesta de competir o de odiar.
El talento, la belleza, la energía, quisieran verse reflejados en todas las cosas e intensificados en proyecciones innúmeras; la estulticia, la fealdad y la impotencia sufren tanto o más por el bien ajeno que por la propia desdicha. Por eso toda superioridad es admirativa y toda subyacencia es envidiosa. Admirar es sentirse creer en la emulación con los más grandes.
Un ideal preserva de la envidia. El que escucha ecos de voces proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en fiebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo a Dante, mirando a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.
La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de un nivelamiento; saluda a los fuertes que van camino de la gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, convicto y confeso, emponzoña su espíritu hostilizando la marcha de los que no puede seguir.
Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo graznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo más alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué brillas?.

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