La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito
por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la
gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que
paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas
por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan,
tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de
angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su
ladrido envuelve una consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible
hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres
vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta
pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida,
reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de
alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha
ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral
de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo
corroe como la herrumbre al metal.
Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía -y lo
repite La Rochefoucauld- que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios
infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la
propia envidia implicaría, a la vez, declararse inferior al envidiado; trátase
de pasión tan abominable, y tan universalmente detestada, que avergüenza al más
impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.
Sorprende que los psicólogos (charlatanes) la olviden en sus estudios
sobre las pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de los
celos. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitólogía
grecolatina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas
nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente flaca y exangüe,
cubierta de cabeza de víboras en vez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos
hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos fatales; con una
mano ase tres serpientes, y con la otra una hidra o una tea; incuba en su seno
un monstruoso reptil que la devora continuamente y le instila su veneno; está
agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados.
Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el
verdugo implacable de sí misma.
Es pasión traidora y propicia a las hipocresías. Es al odio como la
ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los envidiados.
En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un
desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de
la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el
talón.
Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de él,
opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión,
preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones (Obras morales,
II). Dice que a primera vista se confunden; parecen brotar de la maldad, y
cuando se asocian tórnanse más fuertes, como las enfermedades que se complican.
Ambas sufren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para
confundirlas, si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo
o nocivo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier
resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los
animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser justo,
motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie.
Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican
por causas equivalentes: se odia más a los más perversos y se envidia más a los
más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aún no había
realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como
las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más
florecientes, la envidia alcanza a los hombres más famosos por su carácter y
por su virtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la
envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del
cielo reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así,
observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la
hace desaparecer.
El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y conspira
es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los
huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras
más crueles que un insensato arroja a la cara no ofenden la centésima para de
las que el envidioso va sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las
reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en
ímpetus viriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue
arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva él fuego, el bien
recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los
indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la
nieve fría: lo es naturalmente.
El odio es rectilíneo y no time la verdad: la envidia es torcida y
trabaja la mentira. Envidiando se sufre más que odiando: como esos tormentos
enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados por el horror de
las tinieblas. El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y
santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la
indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del propio
mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente superior no
puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con delirio de las
grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César aniquiló a Pompeyo, sin
rastrerías; Doriatello venció con su "Cristo" al de Brunelleschi, sin
abajamientos; Nietzsche fulminó a Wagner, sin envidiarlo. Así como la
genialidad presiente la gloria y da a sus predestinados cierto ademán
apocalíptico, la certidumbre de un oscuro porvenir vuelve miopes y reptiles a
los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo envidiosos a pesar
de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento
interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su
mediocridad es un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre
impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La envidia es una
defensa de las sombras contra los hombres.
Con los distingos enunciados, los clásicos aceptan el parentesco entre
la envidia y el odio, sin confundir ambas pasiones. Conviene sutilizar el
problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación y los celos.
La envidia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia efectiva, pero
posee caracteres propios que permiten diferenciarla. Se envidia lo que otros ya
tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza;
se cela lo que ya se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros
también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo.
Un ejemplo tomado en las fuentes más notorias ilustrará la cuestión.
Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos
la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando
juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla o
quitárnosla. Competimos sus favores en noble emulación, cuando vemos la
posibilidad de conseguirlos en igualdad de condiciones con otro que a ellos
aspira. La envidia nace, pues, del sentimiento de inferioridad respecto de su
objeto; los celos derivan del sentimiento de posesión comprometido; la
emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble
afirmación de la personalidad.
Por deformación de la tendencia egoísta algunos hombres están
naturalmente inclinados a envidiar a los que poseen tal superioridad por ellos
anhelada en vano; la envidia es mayor cuando más imposible se considera la
adquisición del bien codiciado. Es el reverso de la emulación; ésta es una
fuerza propulsora y fecunda, siendo aquélla una rémora que traba y esteriliza
los esfuerzos del envidioso. Bien lo comprendió Bartrina, en su admirable
quintilla:
La envidia
y la emulación parientes dicen que son; aunque en todo diferentes al fin también
son parientes el diamante y el carbón.
La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas veces.
La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una
incapacidad manifiesta de competir o de odiar.
El talento, la belleza, la energía, quisieran verse reflejados en todas
las cosas e intensificados en proyecciones innúmeras; la estulticia, la fealdad
y la impotencia sufren tanto o más por el bien ajeno que por la propia
desdicha. Por eso toda superioridad es admirativa y toda subyacencia es
envidiosa. Admirar es sentirse creer en la emulación con los más grandes.
Un ideal preserva de la envidia. El que escucha ecos de voces proféticas
al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su
corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su clamor visionario y
divino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el
que goza de íntimos escalofríos frente a las obras maestras accesibles a sus
sentidos, y se entrega a la vida que palpita en ellas, y se conmueve hasta
cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en
fiebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de
crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo
a Dante, mirando a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza
no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin velos
ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.
La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad de
un nivelamiento; saluda a los fuertes que van camino de la gloria, marchando
ella también. Sólo el impotente, convicto y confeso, emponzoña su espíritu
hostilizando la marcha de los que no puede seguir.
Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna
de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo graznaba en su
pantano cuando vio resplandecer en lo más alto de las toscas a una luciérnaga.
Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería
jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con
su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y
el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por
qué brillas?.
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